Venezuela: Los que se quedan

Por Ángeles Mastretta

Nunca le ha gustado hablar de tormentas, pero es venezolana. Imposible librar su corazón de ese linaje. ¿Y cómo no afligirse? Arduo vivir en Venezuela. Pero ella no ha querido ni quiere moverse de ahí. A pesar del espanto. Yo, en cambio, frente a la deriva de su país, temo hasta decir su nombre.

Arely, es un privilegio que me concedió la fortuna. La encontré hace nueve años y desde entonces vamos sabiendo una de la otra, como sabemos de los nuestros.

Con las penas de su mundo ella siempre ha sido prudente. Porque es de una elegancia de alma que le impide maldecir y perder la esperanza.

En diciembre de 2015, tras las elecciones en que la oposición a Maduro ganó la mayoría en el Congreso, la tenía entera. Escribió: 

El momento que estamos viviendo en Venezuela, es un buen motivo para decirles que siempre las quiero y forman parte de mi vida. En esta patria del alma llanera sabemos que este nuevo camino es largo, pero es el comienzo que estábamos esperando, necesitando, deseando, desde hace muchísimo tiempo.

Acompañó este envío con un texto, del escritor Laureano Márquez, cuya primera frase, hoy, suena a ensalmo: Este lunes amaneció de democracia. Y era una celebración. Hasta del cielo y los árboles de su país. Lo que parecía imposible para muchos se logró. Venezuela tiene un solo camino, la democracia y el voto como instrumento de cambio y el que no lo entienda, peor para él.

Laureano Márquez, estudió ciencias políticas, nació en 1963, es un comediante, un crítico. Tiene dos millones de seguidores en Twitter. @laureanomarquez, escribe la editorial del diario Tal cual (@talcual). Yo no supe de él, ni de tantos, cuando recibí el premio Rómulo Gallegos, que le debo a Venezuela, como quien debe una bendición para toda la vida. Siempre tendré cariño y deudas con ese país que hoy sufre tanto. Entonces Márquez, ya trabajaba en la tele y los periódicos, pero los escritores de mi generación perdimos el buen hábito que sí tuvieron los de la generación anterior: buscar a los otros, hacer amigos en cada uno de los países que visitamos.

Escribo esto y me contradice la emoción de un recuerdo. En 1996 conocí a Carlos Pacheco. Fue presidente del jurado que decidió el premio. Durante los días que entonces pasé en Venezuela, nos hicimos amigos. Hablamos de libros, de su pasión por Augusto Roa Bastos. Pero yo vivía entonces en una vorágine. Perdí el rumbo de Carlos y ahora que lo busco en la red me entero, con pesar, de que murió en 2015, en Bogotá.

Investigador, ensayista, crítico, editor, profesor de la Universidad Simón Bolívar, miembro de la Academia Venezolana de la Lengua. Todo eso era Carlos y me perdí de celebrarlo con él. No puedo saber qué sentiría ahora frente a la desgracia que atormenta a su país. He de buscar a su esposa, Luz Marina Rivas, profesora titular de la Universidad Central de Venezuela, magíster en Literatura Latinoamericana y doctora en Letras por la Universidad Simón Bolívar.

Le pregunté a Arely, si algo sabe de ellos, pero cuando esto escribo aún no me dice nada.

Hace días, tras la supresión de la Asamblea Nacional, elegida democráticamente y el invento de una Asamblea Constituyente, escribió un mensaje breve.

La lectura y la escritura las tengo a un lado y esa no soy yo, así no soy, pero el país se metió hasta la médula y no hay otra actividad que esta zozobra y este día a día de incertidumbres. La diáspora venezolana se ha instalado en el alma y en el ánimo.

Este artículo de Leonardo Padrón, es uno de los retratos de nuestro acontecer y lo comparto porque es la perfecta descripción de lo que pasa en nuestros corazones.

El texto de Padrón es largo y se titula “La casa grande”. Elijo algunos de su párrafos. Me han sorprendido porque explican lo que a veces nos parece inexplicable. Por qué quienes sí hubieran podido salir de Venezuela siguen y quieren seguir ahí. Responde a lo que tantas veces le han preguntado al escritor.

Las razones para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada.

No es un tema fácil. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos… Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no irse de su casa.

…Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de playas irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus árboles redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30 millones de habitantes…

…En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.

…Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo.

…Pero sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.

…cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero… Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones…

Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla. No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética, perspectiva y confianza.

Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible. Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada accidental.

Es una opción válida… pero el exilio es una palabra llena de piedras… Es una acrobacia espiritual.

Hay vecinos que se han ido, otros que están haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos.

Los venezolanos estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época de ideologías y militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la conmovedora circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Para salvarlo. Para saberlo seguro.

¿Es este el fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio amargo.

Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto. Así de grave está la casa, así de extrema la inundación.

Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda?, ¿Realmente queremos renunciar a nuestra casa?

Leonardo Padrón es escritor. @leonardopadron y publica en su .com y @caraotadigital.  Nació en Venezuela, en 1959. Licenciado en Letras por la Universidad Andrés Bello, ha escrito y escribe todo el tiempo. Poesía, crónicas, guiones para cine y televisión, entrevistas. Es productor en medios electrónicos, es editor. Es otro venezolano extraordinario.

Termino este artículo al recibir el más reciente mensaje de Arely: El lunes pasado murió en manos de este desastre el hijo de una amiga. Vivían en Barquisimeto y él, Eduardo, de 19 años, estaba manifestando pacíficamente.

Todo esto sufre, pero se queda. Ahí está su casa.

Imagen: Ilustración de Gonzalo Tassier

La autora es: Escritora; autora de «El viento de las horas», «La emoción de las cosas», «Maridos», «Mal de amores», «Mujeres de ojos grandes» y «Arráncame la vida», entre otros títulos.

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